RECREOS DE TERROR

de Ariela Kreimer


Lola estaba preocupada por Facundo. Andaba raro.

Durante los recreos se había quedado en su banco mirando hacia la puerta del aula. O en la puerta, mirando más allá. Tenía la vista como perdida y sus ojos habían cobrado un brillo extraño.

Lola no sabía qué era eso que miraba Facundo.

Eso, lo que fuera, lo tenía hipnotizado.

Al salir al último recreo lo descubrió. La entrada del laboratorio estaba entreabierta y la silueta destartalada de un esqueleto parecía reírse desde el fondo.

Un soplo frío le recorrió el cuerpo. No era el viento que venía del patio. Era un escalofrío, repentino y verdadero, como lo describían en los cuentos de terror.

Con un movimiento rápido, ahuyentó la sensación de espanto y volvió hacia donde estaba Facundo. Lola sabía que en muchos colegios había esqueletos de plástico que servían para que los chicos más grandes aprendieran los nombres de los huesos.

–¡No me digas que te da miedo ese esqueleto! –le dijo. Pero
cuando iba a explicarle que se compraban en los negocios que venden cosas para médicos, él la interrumpió.

–Ese... es un esqueleto de verdad. Yo sé por qué te lo digo.
Y casi susurrando, le contó la historia que la noche anterior le había contado su mamá:

«Mi mamá vino a este mismo colegio. Ya entonces era un colegio viejo. En esa época, el secretario era un muchacho joven que se llamaba Camilo Paz. Cumplía muy bien con sus obligaciones y no se quejaba demasiado de las bromas pesadas que le hacían los alumnos. Sonreía poco, pero cuando lo hacía, dejaba ver un reluciente diente de oro. A los chicos les llamaba la atención ese detalle, porque por cómo se vestía y cómo se comportaba, parecía venir de una familia humilde. En cada recreo, Paz calentaba agua en 
la desvencijada hornalla de la cocina del colegio, se preparaba un té, guardaba cuidadosamente el saquito para volver a usarlo, y se dirigía al desván del tercer piso, a curiosear entre los antiguos archivos y el material en desuso.

»Una vez, mi mamá y otras compañeras quisieron averiguar qué investigaba Paz durante los recreos. Lo siguieron hasta el desván y esperaron atrás de la puerta para luego sorprenderlo en plena tarea.

»Pasados unos pocos segundos, escucharon voces. Después, oyeron el ruido de cosas que se rompían y algunos quejidos ahogados. Una de las voces subió de tono hasta convertirse en un grito que les resultó familiar. Paz había estado discutiendo con el profesor Sammaritano.»

Lola lo interrumpió: 
–¿El profesor Sammaritano? ¿El director? Facundo dijo que sí con un gesto. Todos sabían que el profesor Sammaritano era el director del colegio, aunque en los años que llevaban allí sólo lo habían visto en contadas ocasiones.

Facundo retomó la historia.

«Mi mamá y sus amigas no habían podido seguir la conversación. 

Sólo retuvieron palabras sueltas: archivo, muerte, esqueleto, oro.


Las chicas mantenían el aliento y tiritaban de miedo, hasta que un sonido agudo les quebró la respiración. Era el timbre, que les recordaba el final del recreo y les daba una buena excusa para volver al aula corriendo.

»Nunca volvieron a ver a Camilo Paz. Ni ellas, ni ningún otro ser viviente.

»Una semana más tarde, apareció el esqueleto en el  laboratorio y, a los pocos días, empezó a correr el rumor de que pertenecía a Paz. Incluso, algunos afirmaban que durante los recreos el esqueleto se retiraba al viejo desván para seguir investigando y tomar su té.

»Al terminar ese año, mis abuelos se mudaron y cambiaron de colegio a mi mamá. Ella nunca se preocupó por averiguar qué fue de la vida de Camilo Paz.» A Lola la historia la dejó inquieta. Mucho más que otras similares que había leído. Tal vez porque hablaba de su colegio, de su director y de aquel esqueleto que, minutos antes, había tenido frente a sus ojos.

Al día siguiente, al salir al último recreo, Facundo y Lola se
quedaron helados. El esqueleto no estaba. Dos horas antes lo habían visto, entre los chicos de sexto «A» y la maestra de Ciencias. Pero, en ese momento, la puerta entreabierta dejaba al descubierto el laboratorio vacío.

–Vamos a ver qué pasó –dijo Lola.

Justo en el momento en que se disponían a entrar al  laboratorio, los sorprendió un portazo seco. Era el profesor Sammaritano que salía.

Lola dejó escapar un grito. Facundo se puso pálido. 

–¡Niños, al patio! ¡Ya saben que los alumnos de cursos inferiores tienen prohibido el ingreso al laboratorio! ¡Vamos! ¡Afuera! –dijo el director.

No gritaba. Pero su voz sonaba extrañamente ensordecedora. Los veinte años que habían pasado desde la desaparición de Paz habían convertido al profesor Sammaritano en un anciano encorvado, casi retorcido. Con el traje negro y desaliñado parecía el enterrador de
un cementerio.

Lola tomó de la mano a Facundo y lo llevó de una corrida hasta el patio. Allí, recuperada del susto, comenzó a balbucear una catarata de palabras que cobraban sentido poco a poco.

–Tenemos que ir al desván... Tenemos que averiguar qué pasó con el esqueleto... Tenemos que sacarnos la duda... El pobre Camilo Paz... –y cuando Lola terminó de decir esto, sin darle a Facundo tiempo para reflexionar, ya lo estaba arrastrando escaleras arriba.

Estaba asustada. Le gustaban las historias de terror, pero una cosa era leerlas y otra, muy diferente, vivirlas.

Subieron hasta el tercer piso. La calefacción no llegaba hasta allí y el aire frío les lastimaba la garganta como un vidrio roto. Los pálidos reflejos del sol apenas iluminaban el pasillo.

Alcanzaron la puerta del desván, tomados de la mano y con el corazón galopando. El silencio era total y hería casi tanto como el frío.

Facundo juntó coraje y giró el picaporte. La puerta se abrió.

El desván tenía una pequeña ventana que, cubierta por el polvo, dejaba al pequeño recinto en tinieblas. Algo se movió en el fondo.

Los chicos apretaron sus manos con fuerza y trataron de aquietar la respiración. Un gato, negro y gordo, trepó por las estanterías colmadas de papeles y se escabulló por la abertura. Las estantes, repletos de viejos registros, se tambalearon. Varias carpetas cayeron.

Lola retrocedió. Tropezó con un armario y desató la catástrofe. El mueble entero se fue al piso y arrastró en su caída a pájaros embalsamados, sapos en formol y pupitres de más de un siglo. Pero, lo peor de todo, fue que dejó al descubierto el destartalado esqueleto.

–Fijate si tiene el diente de oro –gritó mientras se agachaba y cubría su cabeza.

–No, no veo ningún diente de oro –alcanzó a decir Facundo–, pero no sé, le faltan varios...

Y cuando iba a terminar de pronunciar la frase, una mano
huesuda lo tomó por el hombro y lo interrumpió.

–Ustedes... de nuevo –la voz de Sammaritano era un susurro aterrador–. ¿Qué hacen aquí?

–Nada, nada, Director. Equivocamos el camino a la biblioteca – mintió Facundo.

–La biblioteca, joven, está en el segundo piso. Aquí no hay
ningún lugar al que puedan ingresar los niños. Y los niños –
carraspeó– deberían saberlo.

Su voz ya había pasado de susurro malicioso a amenaza malvada.

Facundo y Lola lo notaron. Temblaban de miedo.

–Vayan para la dirección y espérenme allí. Vamos a tener que hablar largo y tendido nosotros tres. Me van a tener que explicar qué hacían acá.

Lola lloraba.

–Nada, profesor. Ya le dijimos que...

–¡No me mientan, chiquillos! –estalló.

Y Lola no pudo más. Entre sollozos le contó aquel rumor que
seguía vivo luego de más de veinte años. Le contó de Paz, del esqueleto, del diente de oro. 

–¡Pero qué absurda historia, señorita! Los chicos de sexto «A» rompieron un caño y el laboratorio se inundó. Subí aquí al esqueleto hasta que se arregle el desastre. Pero... –ahora Sammaritano se dirigía a Facundo– ¿Así que su madre le contó esa historia descabellada? ¡Espérenme en la dirección!

Casi no pudieron escuchar el final de ese grito, que era una
advertencia y la promesa de un castigo. El timbre del final del recreo los sorprendió como si los despertara de una pesadilla.

No dudaron ni un instante. Salieron disparados escaleras abajo tropezando con los chicos que se amontonaban escaleras arriba.

Llegaron hasta la planta baja y le contaron a la secretaria lo que había sucedido. Ella los hizo pasar a la dirección y les ofreció un té.

Minutos más tarde volvió de la cocina y les comentó, como al pasar, que sólo había un saquito usado.

La oficina del director era un lugar húmedo y oscuro. No tenía ventanas y sólo la iluminaba una frágil bombita eléctrica. Allí, durante más de una hora, los chicos imaginaron los peores escarmientos. Querían que Sammaritano bajara y enfrentarlo de una vez. Pero pasaba el tiempo y el director no aparecía. Lola ya estaba muy nerviosa y no paraba de llorar amargamente.

–Voy a decirle que se apure –ofreció la secretaria mientras sus tacos comenzaban a retumbar en la escalera. Pero Lola no paraba de llorar.

Para tratar de calmarla, a Facundo se le ocurrió jugar al veo-veo. El juego no resultó muy divertido. Solo veían cosas negras, o grises, o tan gastadas que no tenían color. Hasta que Lola dijo ver algo dorado.

Extrañados, se pararon para ver qué era. Era un diente de oro.

El diente de Camilo Paz, que, junto a sus documentos y una vieja taza, descansaba en una pequeña caja de madera, apenas abierta, sobre el escritorio del profesor Sammaritano.

Lola gritó, sonó el timbre, se escuchó la sirena de un patrullero.

Todo junto.

Facundo la tomó de la mano, los chicos comenzaron a salir hacia la calle, los policías entraron al colegio. Todo junto.

Y Sammaritano que no bajaba. Sammaritano que, sospechaban, ya no iba a bajar.

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