POR NADA DEL MUNDO
De Adela Basch


En la época en que yo iba a la escuela hice muchos descubrimientos. Uno de ellos fue que la geografía podía ser divertida o aburridísima, y que todo dependía de cómo fuera la maestra.

Ese día la clase de geografía se me estaba haciendo una montaña difícil de escalar y prestar atención se me volvía una proeza insostenible. En ese momento el aula era escenario de un eclipse de colores que no iba a salir en ningún diario. Yo esperaba la llegada del recreo con la impaciencia con que un caminante que atraviesa un desierto espera divisar un oasis. Cada tanto miraba a mi alrededor y me parecía que todos los chicos, incluida yo, nos estábamos poniendo pálidos, como si nos hubieran apartado del sol hacía muchos años.

La maestra tenía un libro en la mano e iba diciendo nombres de ríos junto con algunas de sus caracterís-ticas. Pero en realidad lo que ella llamaba ríos no eran más que rayitas dibujadas sobre el papel, rayitas que no tenían ninguno de los encantos de un verdadero río. Se me hacía difícil imaginar que en esas rayitas alguien pudiera zambullirse y nadar. O que hubiera distintas clases de peces. O que el agua produjera algún sonido al correr entre los juncos.

Yo esperaba el recreo como la tierra seca espera la llegada de la lluvia. Pero el recreo era un puerto que ni siquiera se insinuaba en el horizonte. Me sentía navegar en las opacas aguas de la monotonía, en las que cada minuto duraba siglos y el oleaje era siempre igual.

Entonces ocurrió. De improviso apareció frente a mis ojos el contorno de una isla desconocida y la oportunidad de desembarcar para hacer un alto en el aburrimiento. La voz de la maestra sonó con unas palabras que me refrescaron el ánimo: «Mónica, por favor, andá a la biblioteca y traé el globo terráqueo». Sentí que esos pocos sonidos me devolvían la luz del sol. Por un rato, apenas un ratito, tenía permiso para volver a la vida. Me levanté y salí del aula como impulsada por un resorte.

Me encantaba andar sola por los pasillos y las escaleras de la escuela durante las horas de clase. Me parecía estar en las calles de una ciudad que, por unos minutos, me pertenecía por completo. Demoré lo más posible cada paso. Caminaba en cámara lenta tratando de estirar cada segundo. Así como dentro del aula el tiempo parecía transcurrir con lentitud exasperante, afuera los minutos se escurrían como un líquido por un colador.

Tardé todo lo que pude en llegar a la biblioteca, y cuando llamé a la puerta nadie me contestó. Entré y enseguida me asaltó la tentación de tomar alguno de los libros y quedarme a leer. Todos parecían estar esperándome, y cualquier cosa sería más divertida que una sucesión interminable de ríos secos y sin vida.

Pero no pude ni acercarme a los libros. Algo invisible me empujó con fuerza inesperada hacia el globo terráqueo, y sin que yo atinara a darme cuenta de lo que pasaba, me hizo atravesar la superficie exterior, con el dibujo de los continentes y los océanos, y me llevó hacia adentro.

Fue cuestión de segundos. Sólo sentí un leve zumbido en la cabeza y, de pronto, sin saber cómo, me di cuenta de que había atravesado no sabía bien qué y había llegado a no sabía dónde. Pero ya no estaba en la biblioteca. Tampoco estaba en la escuela. Me encontraba al aire libre, en un lugar encantador, donde jamás había estado.

Fue todo tan vertiginoso y tan sorprendente que no tuve tiempo de asustarme ni de reaccionar. Apenas alcancé a darme cuenta de que de algún modo misterioso me había trasladado a otro lugar en el espacio, cuando escuché claramente el sonido de agua que fluía con un suave murmullo musical. Giré la cabeza y, sin preámbulos, lo vi. Era el río más hermoso que yo hubiera visto jamás. Caudaloso, de color verde claro, casi transparente, estaba bordeado de juncos y flores silvestres que se entrelazaban en un conjunto delicioso. En el medio, peces plateados y dorados saltaban con piruetas acrobáticas que formaban perfectas figuras geométricas. Aquí y allá flotaban algunas pequeñas plantas acuáticas que se movían al ritmo de la melodía fantástica que dejaba oír la corriente.

Tampoco tuve tiempo de preguntarme dónde estaba ni cómo había llegado allí. Y en realidad, en ese momento no había preguntas ni respuestas que me importaran demasiado. El lugar era hermosísimo y todo tenía tanta vida y era tan amistoso, que lo único que yo quería era disfrutar.

No se me ocurría nada que me interesara más que quedarme allí contemplando ese río, con sus aguas, sus peces, sus plantas, sus orillas, su música y todas las sorpresas que todavía pudiera depararme.

Pero me equivocaba.

De pronto, como en un gesto automático, miré el reloj. De inmediato un solo pensamiento se instaló en mi cabeza. Un solo pensamiento unido a una incontenible emoción.

Y en unos pocos segundos, tan misteriosamente como había llegado allí, volví a la biblioteca y, con el globo terráqueo en la mano, me encaminé al aula a pasos agigantados. Apenas llegué sonó el timbre.

No sé qué más habría podido conocer en ese río y lo más probable es que nunca lo sepa. Pero por nada del mundo me iba a perder un recreo.

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