Prólogo
Palabras salamanqueras
Estos cuentos tienen muchas cosas en común. Todos tratan sobre brujas: de las malvadas, de las buenas; de las audaces y de las tontas. Y también, sobre aquellos que son víctimas de sus fechorías y que deben recurrir a mañas y a la
astucia para hacerles frente. Ocurren en algún rincón de nuestro campo, donde hace siglos hicieron cuna y aún viven creencias  sobre estas malas bichas. Creencias de noches de Salamanca y aquelarre, de pactos con el Diablo, de animales que se enferman o amores que corren peligro porque estas meten la escoba en medio.
Están basados en lo que la gente todavía cuenta de ellas, por ser testigos de algún sucedido o porque le ocurrió al hermano del primo de un amigo del vecino. Pero también en relatos brujeriles de otras latitudes, que bien podrían haber ocurrido –¿u ocurren?– en cualquier punto cardinal de la Argentina.
Otro punto en común entre estas historias es un viento que sopla en casi todos ellos. Pero no uno cualquier, no señor. Se trata del Zonda, llamado “viento de las brujas” porque es caliente, sucio y –se dice– que cuando azota, complica
la vida de las personas y, también, suele causar extrañas conductas y traer raras consecuencias.
Por eso se llama “viento de brujas”, porque se dice que cuando él sopla, no solo ensucia o calienta el ambiente por horas, también las trae volando a ellas, se queda lo que duran las ráfagas para hacer de las suyas y, cuando finalmente se
va, se las lleva con él. 
Ojalá te gusten y cuando el Zonda o cualquier otro viento sople en tu lugar del mundo, te acuerdes de estos cuentos sobre esas “que las hay, las hay”. 
Tu amigo el autor.

La oreja en un frasco
de Fabián Sevilla
Volvían don Gregorio y su sobrino Rubén de un día de trabajo hachando algarrobales en el desierto al norte de Mendoza, y en medio del camino los sorprendió la noche. Ahora, estaban tío y ahijado sentados en torno a una fogatita. Era de leños de algarrobos aquel fueguito y venía al pelo para la historia que el viejo estaba relatando. Era la de Clemente Piquillín y su virtuosa hachita.
Don Gregorio estaba acostumbrado a aquello:  desde niño se ganó el pan con todo lo que le daba el algarrobo y que luego vendía a los de su pueblito y a los de más allá también. En esos lares, aquel árbol brindaba los palos para el rancho, el corral, el palenque, la leña para el fogón. Sus frutos servían para preparar el pan de patay, la aloja, la chicha, y también, alimentar los animales. Además, en manos de algún fino curandero, se usaba para sanar las irritaciones de ojos y otros males. 
Era aquel, según palabras del mismo don Gregorio, un árbol de vida. Por eso, cuando su sobrino de la ciudad fue a pasar esas vacaciones con él, le pidió acompañarlo en la tarea que solo conocía por relato o de libros. Y tal como les dije, la noche los obligó a quedarse al costado del camino, apenas una huella dibujada en la volátil piel del desierto. Al costado, chañares, algarrobos, sauces y
tamarindos; arriba, la luna como una inmensa boca congelada en un bostezo y las estrellas, millones de ojitos guiñadores. Había más claridad que nada.
Por eso, cuando pasada la medianoche se disponían a dormir, pudieron ver sin mucho esfuerzo aquel inmenso pájaro que se acercaba por el oeste. Volaba como caminando, lento, lento, lento. Era grande, como un ñandú, pero negrísimo y... ¡tenía cabeza de persona! Cuando lo tuvieron encima, vieron que era cabeza de mujer. El cabello, muy, muy, muy largo, lo llevaba tirado hacia adelante.
—¡Es una bruja, m’hijito! —alcanzó a decir don Gregorio—. ¡Santiguate!
Ambos se trazaron la cruz y cuando aquel esperpento comenzó a las carcajadas, el viejo le gritó:
—¡Mañana vení por sal, bruja!
La negada se fue y no les tengo que decir que tío y sobrino apagaron el fueguito, levantaron sus cosas y emprendieron el camino derechito al pueblo.
—¿Por qué le gritaste eso, tío? —quiso saber Rubén. Aún jadeaba. Aún seguía confundido.
—Pa reconocerla, pues. No viste que las trenzas le tapaban la cara. Mañana vamos a ver si es vecina o pajuerana —le explicó y como ejemplo, le contó lo sucedido a un escobero que conocía y que debió vérselas con una terrible bruja.
Cuando llegaron a casa, don Gregorio se echó en la cama y se durmió ahí nomás, como si nada hubiera ocurrido. Lo que fue Rubén, apenas pudo pestañear. Aún dudaba de lo que había visto (¡pero lo había visto!) y mientras daba vueltas,   vueltas, vueltas sobre sí mismo buscaba una explicación. 
Así lo pescó el día. Su padrino dormía, cuando hubo golpes a la puerta. El hombre saltó de la cama y, seguido por el muchacho, fue a abrir. Ahí estaba doña Estela: una vecina que vivía a no más de tres casas.
—¡Güen día, don Gregorio! —saludó—. ¿No me daría un poquito’e sal? Es pa...
No la dejó seguir.
—¡Andá a molestar a otra puerta, negada! —le ordenó el viejo y doña Estela huyó como si la hubieran empujado. Sin embargo, se iba riendo, echando
reojeaditas pillas hacia el hachador y su ahijado, meta repetir algo que no alcanzaron a entender.
Con el paso de los días, don Gregorio le tradujo aquellas palabras inaudibles.
—Sobrino, la bruja me echó un daño. Se están agusanando las mulas.
—¡Llamemos al veterinario!
—¡Ni pensarlo! Por más remedio que les demos, pa que se curen hay que deshacer el mal que me dijo esa hija’e una gran.
—¿Y cómo le hacemos? —preguntó Rubén sin creer, pero empezando a cuestionar su propio descreimiento.
—Hay que darla a conocer ante los del pueblo. Solo así se irá llevándose la peste que nos trajo a nosotros y, ¡vaya uno a saber a cuántos otros!
Aquella tarde se prepararon. Cargaron al hombro algo de leña, vino y comida. Además, el viejo se aseguró de aprestar su hacha mejor. La dejó filosa, filosa, filosa como para talar un bosque de un solo golpe. Y cuando el sol comenzó a caer tras los Andes, salieron.  Se dirigieron al mismo sitio donde la noche y la
bruja los habían sorprendido la vez anterior. Ahí, hicieron una hoguerita y se sentaron a esperar en silencio. El único sonido en torno era el crepitar de los leños. Los animales y bichos de la noche habían enmudecido (¿por respeto?, ¿temor?) y apenitas dejaban ver sus ojos y refucilos. 
Como techo también había una gigantesca luna y un inagotable titilar de estrellas. Eso les dio la luz como para ver cuando el tremendo pájaro cabeza de mujer se les acercó volando. 
Cada vez más bajito, bajito, bajito. Estuvo sobre ellos y se les tiró en picada hecha una sola carcajada, aquella maldita. Esta vez no tenía el rostro
tapado, no le hacía falta. Pero esa era una fea señal: reconocida, sin dudas tenía total intención de eliminar a ambos. Era ella o ellos.
Se mataba de risa la bruja mientras la emprendía contra Rubén. Sus dos garras lo arañaban ora aquí, ora allá; a los picotazos buscaba dejarlo ciego. El pobre gritaba que “no, no por favor”. Entonces, el tío sacó el hacha y de un tajazo, le
cortó una oreja a la desgraciada. Herida, chilló espantando a las aves, que de entre las ramas huyeron atolondradas y sin destino. 
A la par, tío y sobrino comenzaron a correr hacia el pueblo y la dejaron atrás. Ya estaban bien lejos, pero todavía la oían lanzar temibles maldiciones contra ellos, sus seres queridos y sus descendientes. A los gritos, cuando llegaron al caserío lograron que todos salieran a recibirlos en medio de la noche.
—¡Aquí está la oreja de una bruja! —les anunció don Gregorio mostrándoles el trofeo de caza—. Esperemos a que venga por ella. Cada uno volvió a su casa. Temerosos, marcaron cruces de sal en los umbrales, rociaron agua bendita en las ventanas y rezaron el rosario hasta que el amanecer les trajo alguito de quietud.
Apenas el sol picó un poco salieron a reunirse en la plaza. Fue cosa de minutos hasta que a ellos se acercó doña Estela. Venía usando un gorro de lana que le tapaba casi por completo la cabeza. 
—¡Güen día, vecinos! —les dijo como al pasar y siguió de largo.
—¿Se li ha perdido algo? —la consultó el hachador.
—No que yo sepa. 
—¡Mentirosa, como todas las de tu especie y tu amo! —le gritó y de un manotón le voló el gorro.
Así todos vieron que le faltaba una oreja. La izquierda.
¡Cómo gritaba! ¡Cómo aullaba la bruja descubierta!
—¡Aquí no te queremos! —le ordenó el viejo.
Tapándose el orificio que tenía en vez de oreja, la otra corrió, corrió, corrió. Salió de los límites del pueblo y se perdió en el desierto. Nunca más la volvieron a ver.
A los días, las mulas se curaron del gusano; Rubén volvió a su casa en la ciudad; y don Gregorio, a repetir su labor de toda la vida. Y cada vez que su ahijado regresaba a vacacionar con él, le pedía que le enseñara la oreja. En un frasco se mantenía como si no le faltara el resto del cuerpo al que perteneció. Impresionaba, pero don Gregorio la mostraba como un trofeo. De hachador de algarrobos, también había pasado a serlo de brujas.

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