Termocupla
de Victoria Rigiroli

Siempre fuiste un chico inquieto. Te lo dice la maestra toooodos los días, te lo dice tu mamá toooodas las tardes y te lo dice tu abuela muuuuuy de vez en cuando, porque las abuelas siempre tienen más paciencia que las madres y las maestras.
Tan inquieto sos, desde siempre, que tu papá te manda, a veces, misiones imposibles para sacarte un poco de encima, para que te canses. Vos te das cuenta pero no decís nada y lo obedecés, en parte porque desde que se separó de tu mamá lo ves sólo los fines de semana, en parte porque te gustan las misiones imposibles y en otra parte más porque menos paciencia que tu abuela, tu mamá y tu maestra, te tiene tu papá.
Ese sábado a la tarde, lo reconocés, estás un poco
insoportable. Ya jugaste a la Play hasta que te ardieron los ojos y te dolieron los pulgares (dos horas), ya leíste el libro que te regaló tu abuelo hasta que te aburriste (dos páginas), ya miraste tu serie favorita hasta que empezaron a dar puros programas horribles (dos capítulos). Ya chequeaste Facebook y actualizaste Twitter. 
Así que vas al patio, buscás la pelota y empezás a jugar
a lo mismo que jugabas cuando tenías dos, cuando tenés doce, cuando tengas treinta: patear la pelota contra la pared. Así sí que te podés pasar dos días, de ser necesario.
Pero dos segundos después del primer derechazo que
impacta con fuerza sobre la puerta de chapa, se escuchó clarísima la voz de tu papá que casi pincha la pelota de tan enojada.
–¡Facundo! ¡Basta, que estoy durmiendo la siesta!
Habías olvidado ese pequeñísimo detalle. Mucha menos
paciencia que tu papá, te tiene tu papá cuando le
interrumpís la siesta.
–Es que me aburro, pa –contestaste, con un poco de
temor y otro poco de esperanza.
–Andá a lo del ferretero, y averiguame cuánto salen…
Se produjo un silencio. Pensaste que existían los
milagros y que tu papá había vuelto a dormirse antes de terminar la frase.
–… las termocuplas.
–¡¿Qué?!
–Sí, ¡las termocuplas! ¡Eso! Preguntale cuánto están.
No necesitaste un análisis de ADN para identificar eso.
Los sábados a la tarde la ferretería que está a la vuelta no abre, así que vas a tener que ir a ver si está abierta la de la avenida. Si el milagro que no hizo que tu papá se durmiera de golpe se produce ahora, el ferretero de la avenida va a estar abierto, así que le vas a poder
preguntar si tiene esas benditas termocuplas y cuánto
salen. La última oportunidad para el milagro sería que ese bicho (¡¿termocupla?!, ¿qué clase de nombre es ese?) exista de verdad y no sea la primera palabra inventada que se le ocurrió a tu viejo. Te diste cuenta en seguida, esta es otra misión imposible a la que te manda tu papá para que vos vuelvas dentro de una hora y media, cansado de tanto caminar y colorado de vergüenza porque el ferretero, primero se rió durante diez minutos y, después, te contestó que no existe nada llamado “termocupla”.
De todos modos no decís nada y salís a buscar al bicho
ese, en parte porque estabas aburrido, en parte porque te gusta ir a la ferretería y en parte (¿siempre son tres partes en este cuento?) porque con el derechazo abollaste la puerta del patio, y sería muy conveniente si no estuvieras cuando tu papá lo descubra.
Tenés que caminar seis cuadras hasta la avenida, doblar a la derecha cuando llegás, y caminar media cuadra más.
En todo ese trayecto hay varias cosas que te interesan y que planeás mirar con detenimiento. Primero: los vecinos de a la vuelta tienen un cachorro peludo y dorado al que pensás hacerle unos mimos. Segundo: el almacén de la otra cuadra vende helados de agua, hace mucho calor así que planeás comprarte uno con las monedas que agarraste del platito que está al lado de las llaves. Tercero: dos cuadras más allá, está la placita triangular, un excelente lugar en el que sentarse a tomar el helado de palito.
Hacés todo eso con mucha calma, como para darle
tiempo a tu papá a que se despierte, vea las huellas del
pelotazo en la puerta y grite solo durante un rato. Pero,
eventualmente, terminás. Mirás para uno y otro lado
esperando que aparezca algo con lo que demorarte un
poco más, porque no te gustaría llegar justo en medio de los gritos, pero no pasa nada. Ni un perro vagabundo con el que quedarse jugando, ni un amigo del barrio con el que pelotear un rato. “Quizás a la vuelta”, pensás, para consolarte.
Tenés que seguir rumbo a la ferretería, te decís, y
preguntar por la calocúpula. Pará, ¿era así? No. ¿Fríotorre? Menos.
Las siguientes cuadras las vas a recorrer haciendo una
infinita combinación de palabras para ver cómo era que se llamaba eso por lo que tenés que preguntar. Tan infinita noera, igual, porque justo cuando llegaste, justo cuando estabas por ponerte debajo del cartel amarillo con letras verdes que dice FERRETERÍA, de golpe, casi como si te hubieses fijado, como si hubieses dado vuelta la página y leído en la página 23 de este libro la palabra justa (y decí la verdad, ¿lo hiciste?), te acordaste.
–Termocupla –dijiste y respiraste aliviado pensando en
tu suerte.
Sentiste que tu suerte (que más que suerte fue trampa,
porque estoy segura de que espiaste) se había  terminado cuando viste que las luces del local estaban apagadas. Sin embargo, y cuando ya estabas a punto de emprender el pesado regreso, notaste que la puerta estaba apenas entornada.
Las ferreterías son negocios raros, pensaste. A lo mejor
el tipo está adentro con todo apagado. Los dos   sabemos que, en realidad, la curiosidad fue más fuerte, y que ni vos te creés eso de que el ferretero esté a oscuras.
Pero además de inquieto, sos curioso, en eso también
coinciden tu maestra, tu mamá, tu abuela y tu papá, y vos coincidís con vos en que, a juzgar por el tono en el que te lo dicen, nunca terminás de entender si la curiosidad es buena o mala. Así que empujás la puerta del negocio, y entrás diciendo bien fuerte un “Buenas” que sirve, más que nada, para quitarte el miedo.
Las ferreterías son negocios raros, coincido con vos yo,
ahora. Además de tener olor extraño, en general son
negocios oscuros y chicos, o que parecen chicos por la gran cantidad de objetos que hay por todos lados: en cajas, cajones y anaqueles; colgando y por el piso hay cosas; rollos de cosas, baldes de cosas, cosas adentro de cosas; cosas iguales pero de distintos tamaños pegadas en unos carteles que parece que sirven para exhibir cosas; unas cosas que son como tubos o caños, cosas que son para cerrar otras cosas y cosas que son para abrirlas. En la ferretería todo parece ser una parte que completa otra cosa. Pero nunca sabemos bien qué es la cosa que se completa. En definitiva, la ferretería es el reino de la cosa, podría llamarse “cosería” y tendría más sentido. A vos te gustan las ferreterías, porque además de inquieto y curioso, tenés mucha imaginación, aunque sea tu abuela la única que se da cuenta, y nada mejor para alguien que tiene mucha imaginación que un lugar lleno de cosas que no entiende.
Así que entrás, decís “Buenas” y nadie te responde. Te
parás en frente del mostrador alto y mirás por encima,
buscando ver a alguien. Te cuesta hacer eso porque a la oscuridad típica de toda ferretería se suma que en esta, en este momento, no hay luz. Y además el mostrador está lleno de cosas (para variar). Esta vez decís “Hola”, porque el “Buenas” de antes te sonó un poco confianzudo.
No te responde nadie. 
Caminás por el poco espacio libre que tiene el negocio
mientras repetís el saludo un par de veces. Intrigado, te asomás por un costado del mostrador y mirás hacia
adentro del local. Ves que hay una serie de pequeños
pasillos separados por estanterías. Pensás que se parece un poco a una biblioteca. Nunca se te pasa por la cabeza (ni siquiera ahora, que lo estás leyendo) que puedan haber entrado ladrones. Eso explicaría todo este misterio, pero ni lo pensás.
Tu inquietud, tu curiosidad, tu imaginación, todo eso te
impulsa a avanzar hacia adentro del negocio y a cruzar la línea del mostrador. Ahora estás del otro lado. Ya no decís nada, pero no por confianzudo ni por descortés, sino porque estás muy concentrado, tratando de ver algo en medio de las tinieblas en que está el negocio, de distinguir alguna forma humana. Bueno, por eso y porque tenés un poco de miedo, también.
Caminás por entre los pasillos estrechos mirando los
estantes, pensando como al pasar en cómo será la forma de la termocupla. Llegás al último rincón de la ferretería, al final de una de las estanterías. Te das cuenta recién ahí de que no te encontraste con nadie en todo el recorrido y sentís como si te despertaras de un sueño: ¿qué estás haciendo ahí?, si llegara a entrar el dueño en ese momento pensaría que sos un ladrón, llamaría a la policía o, peor, a tu papá, y el pelotazo en la puerta del patio no sería nada al lado de robar en la ferretería.
En el momento exacto en el que decidís irte lo más
rápido posible ves, en ese último rincón de la ferretería,
una luz roja que titila. Te acercás un poco para ver de qué se trata y creés identificar una serie de números separados por barras: 21/05/2015. Parece una fecha. Curioso, pensás, ese día, dentro de tres años, vas a estar cumpliendo quince años.
No tenés tiempo de pensar en cómo será tu vida para
ese cumpleaños porque cuando te acercás a la luz roja que titila, notás que está en la parte de afuera de un aparato bastante grande, que parece uno de esos simuladores de vuelo que venden para jugar. Tiene una silla, un volante y una pantalla.
No podés resistir la tentación de sentarte. No podés,
acto seguido, resistir la tentación de apretar el único botón que hay, ubicado justo en el centro del volante.
La pantalla se pone azul, y después de un rato que ni
vos ni yo podemos precisar, podés leer el siguiente
mensaje:
BIENVENIDO AL DESINTEGRADOR MOLECULAR
TÉMPORO-ESPACIAL
–¿Eh? –alcanzás a decir antes de que aparezca el
siguiente cartel.
TIENE CRÉDITO PARA: UN (1) VIAJE
–¿Eh? –insistís.
CARGANDO
Te contesta la pantalla, y al lado de la palabra un
puntito, que se vuelven dos puntitos, que se vuelven tres.
PREPARANDO PROCESO DE DESINTEGRACIÓN
–¿Desintegración de qué? –decís vos, para variar un
poco, pero en realidad querrías decir “¿Eh?”.
COLOCAR CORONA DESINTEGRADORA
Vos no entendés nada, pero algo de todo esto te dice
que tenés que seguir. En el piso, apoyado, hay una especie de círculo metálico conectado a la pantalla por unos cables.
Puede ser una corona. Te la colocás en la cabeza. Te queda un poco grande, pero lográs trabarla con tus orejas, para que no se te caiga hasta el cuello.
ANALIZANDO SUJETO
Y otra vez los puntitos. Uno. Dos. Tres.
SUJETO A DESINTEGRAR MOLECULARMENTE
ANALIZADO
Dijo la pantalla y a vos, por primera vez desde que te
sentaste en esta cosa, te da un poco de miedo.
INGRESAR FECHA Y LUGAR DE REINTEGRACIÓN
MOLECULAR
Y, de golpe, como si te hubiera golpeado un rayo, te
acordás de una película vieja que viste la tarde de un
sábado como este. Y entendés todo. Entendés que esta es una máquina del tiempo, y que el ferretero no aparece por ningún lado porque debe estar en el 21 de mayo de 2015, vaya uno a saber en qué lugar. De golpe entendés todo y te hacés la misma pregunta que toda persona de bien se hace al menos una vez en su vida: ¿Cuándo y adónde iría si me encontrara una máquina del tiempo y tuviera una sola ficha?
Tu cerebro va a mil kilómetros por hora mientras mirás
la pantalla con la leyenda que titila impaciente.
INGRESAR FECHA Y LUGAR DE REINTEGRACIÓN
MOLECULAR
–¡Ehhhhhh! ¡Ehhhhhhh! –decís, cambiando el signo de
pregunta por uno de admiración.
“A la época de los dinosaurios”, pensás y no lo decís en
voz alta porque tenés miedo de que el aparato este te
escuche y piense que ya tomaste una decisión. “Sí,
definitivamente. Ver a los tiranosaurios, a los triceratops, a los pterodáctilos”. Sí, estás entusiasmadísimo, casi convencido hasta que tratás de recordar: “¿Cuáles eran los carnívoros?”. No recordás nada. Te esforzás tratando de que te salga la respuesta y no hay caso, y eso que sabías, te lamentás. “Es muy peligroso ir a ver a los dinosaurios si no sé cuáles me pueden comer y cuáles no. Quizás me acerco a uno pensando que es bueno y me morfa. No, mejor no voy a ver a los dinosaurios”, te decís, segurísimo.
Además, no querés confesártelo ni a vos mismo pero no tenés ni idea de a qué año tendrías que ir para ir a verlos.
No sabés si es el –5000 o el –1.500.000. Yo tampoco sé, así que no te puedo ayudar. Idea descartada.
“Mejor voy al futuro, sí, que seguro va a ser más
seguro. Pero al futuro ¿cuándo? No me voy a ir acá nomás, al 2015, como el ferretero. A lo mejor irme más adelante, no sé, al 2050 a ver qué pasó conmigo, si me casé, si tengo hijos, si cumplí mi sueño de jugar en la primera de Boca”. La idea era brillante, te felicitaste. Pero justo cuando estabas por ingresar la fecha en la pantalla táctil, pensaste: “¿Y si soy un viejo estúpido? ¿Un amargado? ¿Y si nunca juego en la primera de Boca, ni de ningún otro club? Además, ¿quiero saber todo de antemano? ¿Quiero saber desde ahora a qué me voy a dedicar, con quién me voy a casar o cómo se van a llamar mis hijos? Después me aburriría como un hongo. Como hoy, en casa, pero tooooda la vida. Peor, ¿y si resulta que estoy muerto?”. Ese último  pensamiento te provoca un fuerte escalofrío que por poco hace que se te caiga la corona que tenés en la cabeza.
Sentís que el tiempo se te acaba. Sentís que la máquina se puso más insistente con eso de:
INGRESAR FECHA Y LUGAR DE REINTEGRACIÓN
MOLECULAR
Como si titilara más rápido y todo. Tenés que pensar en
otra opción porque, si no, vas a perder tu turno para
siempre, decía bien claro que quedaba un solo crédito. Así empezaron a lloverte posibilidades: el día de tu
nacimiento; la Copa Intercontinental que Boca ganó en el 2000; dentro de tres o cuatro años, a ver si Lucía te dio pelota; mañana a la noche, a ver qué número sale en la lotería; la semana pasada, para volver a vivir el glorioso e irrepetible momento en el que saltaste con la bicicleta los once (¡once!) escalones del monumento de la plaza y no te caíste; la Revolución de Mayo; San Martín cruzando los Andes; el próximo campeonato.
Súbitamente entendés perfecto lo que tenés que hacer.
Como siempre pasa cuando la decisión es difícil, de golpe sabés cuál es la opción correcta y entonces ya no te preguntás más nada. Así que no dudás, no tenés miedo y a la velocidad de un rayo ingresás una fecha y un lugar en la pantalla insistente.
Cuando abrís los ojos, después de un parpadeo que,
podrías jurarlo, duró lo mismo que cualquier otro, estás en un lugar muy oscuro, sentís la falta de oxígeno, el aire enrarecido. Te sentís rodeado de gente que te empuja, para un lado, para el otro. De pronto un ruido, una luz tenue que se enciende a lo lejos y la gente empieza a gritar.
No tenés miedo. No tenés nada de miedo. El primer acorde de la guitarra suena tan fuerte que parece capaz de romper el aire. El primer acorde de la guitarra te confirma, también, que la decisión que tomaste es la correcta: ir a un recital de tu banda favorita, la misma a la que nunca pudiste ver porque cuando naciste,
ya se había separado.
Las luces del escenario se encienden todas juntas, y
cuando vos sentís que vas a explotar de la emoción,
escuchás el primer golpe de la batería.
Y vos, vos el que lee y yo, todos juntos, pensamos por
primera vez en este cuento: “¿Sería esa la termocupla?”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ultima publicación

Bienvenidos